Busquemos como buscan los
que no han encontrado,
y encontremos como encuentran
los que aún han de buscar.
San Agustín.
En un lejano bosque se encuentra un paraíso al que llaman “el rincón de los ocho caminos”, y que sólo encuentran los que saben buscar. Los ocho caminos, como se puede uno imaginar, conducen a ese rincón, que tiene doce puertas, tres en cada punto cardinal: Tres al norte, negras, y hechas de pedernal; tres al sur, azules, y débiles como el conejo; tres al oeste, blancas y llenas de vida; y tres al este, rojas y luminosas como el Sol, que por allí se asoma para nacer, combatir y morir todos los días. Este rincón de los ocho caminos se parece mucho a aquel país de Cucaña, que se inventó don Lope de Rueda ya hace más de cuatro siglos o cinco, con el nombre de Tierra de Jauja. Pero en este no hay Mendrugos villanos ni Honzigueras y Panarizos ladrones, ni pagan a los hombres por dormir ni los azotan cuando se les ocurre trabajar. Sí hay ríos de leche y de miel, fuentes de mantequilla, árboles de tocino con hojas de pan y frutos de buñuelos, y calles hechas de yemas de huevo.
Quienes habitan este rincón son sólo los elementales, los cuatro elementales: Gnomos enanos y esquivos, de luces voluptuosas, que edifican montañas sobre columnas y danzan en mares de fuego; ninfas viviendo en los mares, en los ríos, en los lagos, en fuentes y pantanos, marismas y ciénagas, y hasta en manantiales y cataratas; sílfides primaverales llenos sus cuerpos de piedras preciosas; y salamandras escondidas entre las cavernas y los volcanes, custodiando tesoros ignorados. En estos cuatro elementales se desdoblaron los cuatro elementos, la tierra, el agua, el aire y el fuego, tanto como las estaciones, invierno, otoño, primavera y verano; y en él vagan sin cesar sorbiendo mieles y frutas sabedores de que nunca se van a terminar. Para que otros seres puedan entrar en él y allí vivir confundidos con los originales y transformados en uno de ellos, deben vencer los ocho caminos y llevar calabazas suficientes y grandes, que es lo único que hace falta en tan soberbio rincón.
Había un príncipe, que era de otro reino, y que había crecido sorbiendo las enseñanzas de un sabio duende que le relataba las historias más prodigiosas mientras hacía saltar conejos de pañuelos blancos cuando le recitaba poemas de niños mimados. El príncipe era apuesto, pero estaba solo. Sus cabellos eran como nudos ensortijados de maíz, y sus ojos azules como el reflejo del mar. El duende aquel, que no tenía nombre, le relataba las historias de tantos lugares y le hacía las más inverosímiles cabriolas con sus dedos fugaces; pero el príncipe estaba solo, sufría de soledad, y como el silencio de la soledad es sagrado, él también guardaba silencio.
Un día, el duende mago le contó del rincón de los ocho caminos, de las delicias que en él había, y de los seres misteriosos que lo habitaban. Al príncipe, tal lugar le pareció mágico y quiso así visitarlo y conocerlo. El duende sabía que los ocho caminos eras largos y difíciles, y que debía hacer el recorrido por todos y cada uno de ellos, entrando además por todas y cada una de las doce puertas. Le advirtió al príncipe de ello repetidamente, frunciendo el ceño cada vez que este insistía, al margen de las dificultades, en forma tal que todo fue resuelto y decidido el viaje.
El Rey, su padre, convencido por el príncipe sin mucha dificultad, hizo preparar todo, el mejor carruaje, los mejores y más abundantes alimentos, ropas finas para guardarse del frío tanto como del calor, muchos pajes que le atendieran, y dotó al mago duende de todo lo necesario para que a lo largo del viaje le distrajera con sus historias y con sus juegos. Además, hizo plantar calabazas por todo el reino y se las ingenió para que la cosecha fuera rápida e inmediata, de tal manera que carretas y carretas fueron cargadas con esos enormes frutos para poder cumplir con el requisito de entrada a aquel paraje misterioso.
Llegó el momento del viaje. El reino todo se congregó en la plaza para despedir al príncipe. Llovieron vítores, fue grande la algarabía, y el rumor, mayúsculo. La comitiva emprendió la marcha hasta llegar al primero de los caminos, pues que el mago del cuento ya conocía las rutas y sabía encontrarlas por más escondidas que estas estuvieran.
EL CAMINO DE LA SABIDURÍA
A la entrada del primer camino ya les esperaban, porque como todo estaba escrito en el libro de los destinos, se conocía de antemano y bien que llegarían, y cuando, y cómo. Así que al arribó del príncipe con su comitiva regia y llena de pomposidad, todo estaba dispuesto para recibirles y conducirles a través de esa ruta.
Una enorme alfombra mágica, con todos los colores del espectro, flotaba sobre el ambiente, y en ella, un viejecillo con aspecto de sabio, con una dulzura grave en su rostro, sonriendo maliciosamente, les saludó con toda la cortesía que merecía tan real presencia. Era este viejecillo, delgado, alto, escaso el cabello pero luenga la barba, que a decir verdad le llegaba hasta la cintura, y que él mesaba suavemente y con constancia. Les invitó a subir, y ya todos acomodados, el príncipe y su séquito, así como la preciada carga de calabazas, hizo una señal en el aire y la mágica alfombra comenzó a elevarse suavemente, oscilando de vez en cuando para mejor captar los aromas de las alturas, con lo que provocaba de alguna manera unas pequeñas agitaciones entre todos los pasajeros.
Ya entablado el vuelo plenamente, el viejo y noble anciano mesó de nuevo su larga barba, sorbió aire puro entre las comisuras de sus labios, y habló de la siguiente manera:
- Noble y agradable príncipe, – su aliento era suave y musical –, sé que vivirás muchos años, por lo que en tan larga vida necesitarás de muchas cualidades que, de otra forma, si te faltaran, aligerarían tu estancia sobre tu reino. Por lo que dicta el manuscrito oculto entre las nubes, que sólo pocos conocemos, lo primero que debes adquirir son algunas virtudes que te serán muy necesarias. Y para ello, debes armarte, sobre todo, de prudencia y paciencia, haciendo oídos sordos a ligeros consejos y a malsanos intereses.
El príncipe escuchaba atentamente, extrañado de ver que existían mundos misteriosos y ocultos que él no había podido imaginar ni en sus reales sueños, pues se creía omnipotente y omnivalente.
- Hubo hace muchos años un reino especial y único en donde reinó un monarca que estaba lleno de todas las virtudes, pero particularmente de una, que es la que yo poseo porque él me la trasladó mágicamente a través de los tiempos y de los espacios ignotos. Esas virtudes todas están depositadas ahora en un reino al que sólo se accede venciendo muchos obstáculos y abriendo muchas puertas. Pero a mí sólo me compete trasladarte una, lo cual haré con mucho agrado y espero que la recibas y la guardes para toda la vida.
El príncipe abrió sus ojos y dejó por un momento los manjares que tenía entre sus manos. Miró al viejecillo con un poco de ansiedad y estupor, indicándole con el ceño de su rostro que continuara, pues ansioso estaba de escuchar, aunque su soberbia sabía cegarlo a menudo.
- Fíjate que en un viejo mundo, ahora lastimosamente casi olvidado, habitaba un espíritu mágico que sabía aparecerse a los buenos para ofrecerles lo que pidieran.
- Pídeme lo que quieras y te será dado – sabía ese espíritu decirles, y a seguido, cumplía con el ofrecimiento porque ya de antemano sabía que caería en buenas manos.
Y continuó el viejo:
- Un día, ese espíritu visitó al monarca de quien te hablo, y le hizo el ofrecimiento. Pídeme lo que quieras y te será dado – le dijo. Y el monarca aquél, que ya tenía en realidad aquellos dones que ahora le ofrecían, le dijo, sin embargo:
- Buen señor, espíritu del bien que habitas, dame la sabiduría, que todo siempre debe comenzar por allí.
El espíritu, que sabía de antemano lo que sucedería, le concedió al rey aquél deseo, aconsejándole que supiera utilizarlo con mucha prudencia.
- Es naturaleza de los jóvenes no ser pacientes, pero ello no va con la sabiduría. Luego, úsala con paciencia y sin abusar de ella y te será útil. Buen soberano, – prosiguió – serás sabio, como lo deseas, pero te aconsejo que utilices ese don, esa virtud, como ya te lo he indicado, y no como la inteligencia, con quien saben confundirla, que es una simple facultad; debes ser prudente cuando la uses, no suceda lo que a muchos, que se han enloquecido y ensorberbecido con él y lo han utilizado más para mal que para bien, terminando en demencia al fin de sus días.
El príncipe comprendió lo que estaba sucediendo, porque ya tenía la facultad de que habló el viejecillo, que es la inteligencia, con lo cual pudo advertir el sentido del consejo.
- Así que, como en los labios del prudente, hay sabiduría, refrena la lengua siempre porque el hacerlo es cosa de sabios.
El príncipe comprendió que lo que había dicho el viejo no era un cuento sino más bien estaba trasladándole de esa manera el don que él había recibido del rey aquél del otro cuento. Así que, el regio príncipe fue sabio hasta el final de sus días, con la condición, ignorada hasta este momento, de que la sabiduría la ejerciera plenamente hasta que hubiera superado los ocho caminos y abierto las doce puertas, con lo cual quedaría convertido en un elemental.
El tiempo había transcurrido sin sentirse, más bien rápidamente. El viento aligeró su paso, permitiendo a la mágica alfombra descender lentamente y con suavidad hasta la tierra firme; y allí depositados, el viejo le indicó con inusual dulzura, propia de los ambientes de lo etéreo y de lo ideal:
- Pasa, príncipe real. Ahí tienes el siguiente camino. Ya ese no me corresponde.
Bajó el príncipe con su comitiva, y el viejo aquel, en un instante cuántico, desapareció en el espacio.
EL CAMINO DE LA PRUDENCIA
El príncipe estaba entusiasmado y ansioso por lo que había visto y escuchado, y deseaba ahora conocer más y más, correr por los caminos en los que se había embarcado. Apareció entonces un largo y arbolado corredor, que parecía interminable, y que estaba franqueado a ambos lados por tanta naturaleza como no hubiera podido ser imaginado. Árboles gigantescos y frescos riachuelos, plantas diminutas, frutos por doquier….Allí, sentado alrededor de un pequeño jardín, estaba un hombre alto y delicado, con un mantón blanco cubriéndole hasta los pies, un folio entre las manos y un aura de belleza tan sólo pocas veces visto. Hizo bajar al príncipe con su numerosa comitiva, y los carruajes de las calabazas quedaron a la espera.
- Pasa – dijo el hombre aquél, muy suavemente, y levantándose, continuó – Sé que has estado ya en el camino de la sabiduría, y que has sabido asumirlo. A mí me toca enseñarte algo de otra virtud, muy apreciada pero también muy confundida. Iremos entrando en su camino, lentamente, peripatéticamente. Deja, pues, tus carros y prepara tus sandalias y las de tus siervos, porque este camino no deja de ser largo y difícil.
Así lo hizo el príncipe, y comenzaron a caminar, ambos a la par y atrás la comitiva, que, no por nada, escuchaba también todo atentamente pero en completo silencio.
- Suele ser que a mí se me confunde con la sabiduría, pero ten recato porque no somos lo mismo. No es fácil distinguir en donde se sitúa una y en donde la otra, porque suele ser que el sabio siempre me lleva con él pero no me confunde. El sabio siempre actúa prudentemente, pero no es por ello la prudencia misma. Ha habido muchos hombres prudentes en el mundo; basta recordar a esos prolegómenos míos que gobernaron férreamente estos dominios, y que habiendo actuado con prudencia fueron sin embargo tachados de tiranos…..y también a otros del oriente, de unas tierras de donde dice que todo se origina.
El hombre caminaba rectamente. Parecía estar habituado a ello, y al hacerlo en tal compañía, como ahora, observaba al príncipe aquél satisfaciéndose al ver que cada vez crecía su interés.
- Cierto, pues, que ha habido antecedentes, pero al final, he sido yo quien ha representado esa virtud, que, como tú ya sabes y comprendes, no es en sí una simple facultad humana sino algo más. Dicen que la prudencia es la madre de todas las virtudes. Sin embargo, yo relativizo semejante afirmación, porque, como podemos entender, ello mismo al decirlo constituye ya en sí una imprudencia. Yo soy la “phrónesis”, y me valgo de mis argumentos para buscar que todos lo sean. El ser prudente, como lo he dicho ya a mis propios descendientes, es el que es capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo y para vivir bien en general. No es algo, entonces, producto de la buena voluntad, como he leído, en el libro del futuro, que sostenía un hombre en un lejano pueblo del norte, sino de la sabiduría; pero aquí surge el riesgo de confundir ambas virtudes. Un amigo que mora aquí cerca y a quien mucho respeto, pero no siempre sigo, ha dicho que la prudencia es el buen juicio; y también otros de tierras cercanas y que visten como yo, dicen que la prudencia es quien nos dicta lo que debe practicarse, no practicarse, o mirarse con indiferencia.
El hombre caminaba lentamente, pausadamente, como deleitándose del momento y viviendo la felicidad que le producía hablar de aquello que él decía representar. El príncipe veía ahora las cosas desde otras perspectivas, no ya sólo desde la mágica alfombra del sabio, sino también del que tiene los pies puestos sobre la tierra.
- Tú debes ser prudente. No camines nunca cerca del precipicio, ni compliques ni degrades el lenguaje que usas cuando te expresas. Eso sí, sé claro en tus expresiones, porque lo críptico sólo sabe vivir en las profundidades de las cavernas, que son malas y además engañosas. No trates, como el Ogler aquél de las tierras del frío intenso, de apretar tanto el guante de hierro, pretendiendo sacarle sudores, porque ello no es posible; no vaya a sucederte lo que el lobo aquél de Feurir, que moraba en las marismas a pesar de ser hijo de Loki y de Angerboda, y a quien los mismos dioses alimentaron tanto que se hizo un gigante al que después todos le tuvieron miedo, terminando por atarlo a una cadena invisible. Los imprudentes saben actuar como ese lobo. No es que quiera decirte que sólo creas el diez por ciento de lo que te dicen, una cuarta parte de lo que lees, y apenas la mitad de lo que ves, pero es que usar las virtudes con exageración siempre lleva a negarlas.
El camino se iba haciendo angosto a medida que lo recorrían, y ya aquel príncipe que tuvo la dicha de escuchar tantos consejos buenos destinados sólo a los escogidos, lograba distinguir en la lejanía un pequeño punto de fuga. El hombre aquél saludaba a otros semejantes a él y que iban apareciendo a lo largo de la ruta. Y continuó:
- Si eres imprudente, tu reinado durará poco. Construye sobre piedra y con argamasa, para que no te suceda lo que aquellos cerditos que se creyeron cigarras bailarinas y no previeron la presencia del peligro, refugiándose al final en la prudencia del hermano más débil.
Estaban cerca del final cuando el maestro aquel de esa tan preciada virtud, desenrolló un papiro que llevaba entre sus manos, escribió algo en él, y dijo finalmente al príncipe que en el libro de todas las virtudes ya estaba él en posesión de esta sobre la cual le había hablado con tanta delectud. El camino se estrechó tanto al final, que, ya convertido en punto, hizo que por él pasara la augusta comitiva, llevándosela a otro mundo, un mundo del cual hablaremos pronto. En la justa entrada de este esperaban las carretas con su carga de calabazas, que se habían quedado al comienzo del camino, como vimos, y que fueron trasladadas por un genio benévolo que, sin decirlo, acompañaba siempre al príncipe de forma invisible.
EL CAMINO DE LA SENCILLEZ
Como el príncipe, además de su regia condición, de su poder y de sus riquezas, ahora se sentía sabio y prudente, comenzó a dar visos de orgullo, vanidad y soberbia, sintiéndose ya como un pavorreal. Sus carrillos se inflaban con frecuencia, como los del sapo aquél del cuento, que fue hinchándose tanto que al final explotó en pedazos. El genio invisible fue dándose cuenta de tal situación, y decidió corregirla evitando así que todo el plan histórico fracasara.
Del punto de fuga aquel que llevó a la real comitiva hasta la entrada del tercer camino, apareció entonces un hombre que parecía vivir en un viejo barril de madera al lado de un templo. Era blanco y barbado, caminaba descalzo e iba vestido con ropas toscas; nada tenía entre sus manos más que una lámpara. De su zurrón raído se adivinaba no otra cosa que una pequeña botija de cuero con agua y una pañota de pan viejo. El hombre aquél sacó de aquella lámpara un pequeño tarro con el que roció a toda la caravana con un denso líquido sin color ni olor, provocando de inmediato que el príncipe, sus servidores, y todas las carretas con su carga de calabazas, se quedaran flotando en el aire, que se había transformado en un extraño fluido semejante al éter.
Al verlo, el príncipe, suspendido en las ondas etéreas, le espetó diciéndole:
- Viejo sucio, ¿qué haces entre esas inmundicias y porqué nos suspendes en el aire? ¿Acaso eres mago?
- Bienvenido príncipe al mundo de la sencillez – le contestó gravemente – No temas de mi apariencia, que bien sabes que el Sol entra también en los albañales y no se ensucia ni deja por ello de brillar. Mejor acomódate en el sitio que te he designado, y en el que espero nutras tu espíritu de una de las virtudes más preciadas, pero a su vez más ignorada. Debo decirte, pues, que te he observado desde que dejaste el mundo de la prudencia y te acercaste a este, que has elevado tu orgullo y desnudado tu soberbia hasta lugares en donde no caben las virtudes que ya has adquirido. ¡Cuidado joven príncipe!, que como eres sabio, sabes entonces que no debes abusar de ellas adquiriendo atributos que las niegan. Y más aún, tratar de utilizarlos en tu propio provecho.
El príncipe contuvo la mirada, como en señal de reproche al hombre aquel que más bien parecía un pordiosero y no un maestro. Pero su voz interior le aconsejó callar y escuchar.
- No quieras que los ríos corran hacia arriba, no sea, pues, que te hinches como las ranas cuando ven los ratones y explotes regando por los aires magmas nauseabundas.
El grueso de la caravana pareció conmoverse al ver como un pequeño hombre reprendía a tan regia figura, pero el príncipe les ordenó silencio y se dispuso a escuchar lo que venía.
- En este momento, ya te encuentras avanzando por este camino, porque, aunque no lo sientes, en él actúan las ondas electromagnéticas, y son estas las que te transportan a través de estas vías. Así que mientras lo recorres, yo, desde este mi hogar, te contaré un cuento. Escucha:
Y extrayendo del morral un puñado de lentejas, las comió rápidamente.
- Debo darte un buen ejemplo de mi sencillez, así será más fácil que la comprendas. Un buen día me espetó uno que tenía pretensiones de noble, diciéndome que era bueno aprender a adular al rey para no tener que comer lentejas; yo hube de responderle diciendo que mejor sería haber aprendido a comer lentejas para no tener que adular al rey. Y es que todo es muy difícil antes de la sencillez, pero cuando se es sencillo, todo es fácil. Hubo un rey que tenía mucho, pero no lo tenía todo; cuando se hubo enterado que había cosas que no tenía, dispuso que toda su corte se concentrara en traerle todo aquello que le faltaba. Los cortesanos, con todos los recursos a su disposición, se dedicaron de lleno a buscar aquello que a su monarca le hacía falta, pero por más que indagaban, comprobaron que todo lo que existía fuera del reino, ya este lo había adquirido. Así que, desesperados y afligidos porque deberían sufrir la ira del rey, retornaron y le advirtieron del fracaso de su misión. El rey se enojó tanto que murió de tristeza al sentirse débil e insuficiente. Y sabes, buen príncipe, que aquello que le faltaba lo tenía dentro del él, pero su orgullo, su vanidad y su soberbia no le permitieron sacarlo de su conciencia y colocarlo en sus sentidos y en su inteligencia. Era la sencillez.
Las ondas electromagnéticas trasladaban a la comitiva a lo largo del camino, a pesar de que todos los que en ellas estaban sentían que sólo flotaban en el espacio, sin moverse, frente al hombrecillo aquél cuya cabeza sólo asomaba del barril en que estaba.
- Por eso, no dejes que el orgullo, la vanidad y la soberbia llenen tu corazón, ni que envidies cuanto no tienes cuando a decir verdad tienes demasiado y más de lo que necesitas. Un sabio de las estepas, en su soledad, sabía aconsejar a quienes le visitaban en busca de consejo, diciéndoles: “No desees con exceso lo que no tienes; mejor sabe apreciar lo que tienes, porque para vivir felizmente basta muy poco”.
Así avanzó el cortejo real por las ondas del éter, y cuando se acercaban al final del camino, el hombrecillo salió al fin del barril, descalzo y con las viejas y toscas ropas, así como sabía vivir, y mientras deglutía un pedazo del duro pan que llevaba, bebiendo un sorbo de agua de su raída botija, le dijo finalmente:
- Aconseja el oráculo: “Sé sencillo para pensar, prudente para sentir, recatado para amar, discreto para callar, y honesto para decir, porque si así lo haces, tu reino será magnífico y nunca perecerá. Debes saber que más vale la sencillez y el decoro, que mucho oro”.
Así, pues, terminó el cuento del hombre del barril, y también el tercer camino. El príncipe había caminado mucho, aunque no lo sintiera, y cuando las ondas dejaron de sentirse y el éter pareció difuminarse, toda la comitiva, con todo y sus carretas de calabazas, se depositó sobre el suelo ante una enorme puerta.
EL CAMINO DE LA TEMPLANZA
- Pase príncipe – se escuchó decir desde muy adentro después que hubieron entrado por aquella enorme puerta, que era de cristal – Ya te esperaba.
Dio la comitiva algunos pasos, y a medida que avanzó fue encontrándose en un hermoso jardín. Los árboles más inverosímiles, plantas que esparcían sus aromas por doquier, deliciosos frutos, pequeños arbustos que se enredaban entre los peñascos, todo fue apareciendo ante los ojos del príncipe y de sus servidores todos. Al fin, situados ya en el centro de aquella especie de paraíso, se encontraron con un hombre enorme, de rostro amigable, sencillo en su vestido, que estaba sentado sobre un tronco rodeado de todas las figuras humanas imaginables. Allí, con él, pordioseros, mujeres ligeras, regios nobles, eruditos, todos le rodeaban mientras escuchaban lo que les decía.
El príncipe no dejó de espantarse ante aquel espectáculo. Acostumbrado, como estaba, a los oropeles y a la servidumbre, consentido en todos sus deseos y satisfechas de sobra todas sus necesidades, no dejó de extrañarle el ver a aquel anciano mayúsculo, con aspecto de sabio, rodeado de tan inusual compañía.
- No temas – le dijo – que esta debe ser tu ruta en este largo camino que has emprendido. Y a este en que te encuentras sólo pueden entrar aquellos que han recorrido los tres anteriores. No entran aquí quienes no han sorbido las mieses de la sabiduría, de la prudencia y de la sencillez, porque tales virtudes yo las acojo y las sustento para que puedan vencer las incontinencias y senectudes de la vida. Estos que aquí ves son hombres revestidos de virtudes, así que no te atengas a sus ropajes ni a las apariencias que aun siendo distintas no quita que todos ellos sean iguales ante los ojos de la virtud.
El príncipe se tranquilizó entonces, y dispuso su voluntad a recorrer aquél nuevo episodio. De la mano extendida de aquel extraño personaje pendía una lámpara que iluminaba el lugar despidiendo reflejos por todo el ambiente. El aroma tan particular que en él podía percibirse, y tan especial regalo a la vista de todos los que allí se encontraban, hicieron que la calma se dispusiera dentro de los integrantes de la comitiva.
- Mira, entonces, – continuó el anciano -, que esta virtud que ahora conocerás, no se aloja en el cuerpo, ni en la inteligencia, ni en la sensibilidad, sino más bien es propia del alma, y de un alma especial, no el alma concupiscente que sabe albergar a los ligeros y a los imprudentes, no el alma de cántaro ni aquella que vaga en pena, sino el alma de lo justo y de lo legítimo. Por eso ha sido necesario que primero te cubrieras de sabiduría, de prudencia y de sencillez, para poder lograr que ahora te bañaras en las aguas de la templanza.
Elegantemente se expresaba el hombre aquél, alto y fornido como un roble. De reloj de arena bajaban las arenillas lentamente, indicando el avance que se iba logrando en el camino. Apenas comenzaba. El hombre aquél no se movía de su sitio, y toda la concurrencia permanecía en silencio, atenta y dispuesta. El príncipe se atuvo a ello y actuó en consecuencia.
- Aquí buscamos la ataraxia. Pero el duende que te guía me ha advertido que aprendes rápido y que hay mucha claridad en tu intelecto. Por eso te ha enviado a este siguiente paso, porque no trates de correr cuando sólo hay lugar para pasos pequeños y dados uno después del otro. Así que iremos de esa manera, paso a paso, no sea que pierdas la conciencia y borres todo lo que has aprendido de tu ser.
Y continuó:
- Mi misión es decirte que todo lo que ya has aprendido, sólo lo sostendrás por el camino del equilibrio. Siempre debes juzgar entre la insensibilidad, que es un defecto, y la intemperancia, que también lo es, buscando un justo medio. No te dejes llevar por los instintos, busca siempre el equilibrio, huye de los placeres vanos sin rechazar los lícitos. Modera siempre tus acciones, y hace de estas un refugio de la honestidad. Camina con cautela, aliméntate con sobriedad y compórtate con continencia. En una palabra, controla las pasiones.
Los discípulos del noble viejo, que eso eran precisamente, anotaban en sus folios todo aquello que escuchaban, y mostraban un inusitado respeto hacia aquellas palabras, así como una enorme admiración por quien tan elocuentemente y sabiamente así se expresaba.
- Háblame de ese equilibrio que aconsejas – le dijo en un momento el regio espectador –, así que pueda yo comprenderlo en su justa y cabal dimensión.
- Simplemente esto, – le contestó el viejo. – Eres bello, y ello azuza la imprudencia; eres noble, y con ello, igualmente se agita el orgullo; y además, rico, con lo cual despiertas la envidia. Para permanecer como eres y vencer los anteriores vicios, atiende este consejo: No puede haber vida dulce si no es también prudente, honesta y justa; ni se puede vivir con prudencia, honestidad y justicia sin que también se viva dulcemente. Aquél, pues, que no vive con prudencia, honestidad y justicia, tampoco podrá vivir con dulzura. Ningún deleite es malo por sí mismo, pero, ciertamente, su abuso excesivo no trae sino más que turbaciones que deleite. Busca satisfacer tus apetitos naturales y necesarios, que estos disuelven las aflicciones y sacian el hambre y la sed de la vida.
Estaba ya la última de las arenillas por vencer el orifico del reloj, con lo que el tiempo necesario estaba ya finalizando. El anciano, entonces, se expresó finalmente:
- Estos que ves aquí son mis amigos. Todos son iguales, aunque vistan ropas distintas y provengan de variados linajes. No veas esas diferencias, y eso te digo, a pesar de que sé que como provienes de las alturas, mucho te costará entenderlo, y más aún, asumirlo. Mira, príncipe, la amistad es el mejor de los deleites, ten amigos, hazlos donde encuentres un hombre o una dama, cualquiera que sea el lugar y su condición. Un preceptor que tuve hace algún tiempo me enseñó que amistad es la más dulce de las posesiones, tanto así que me dijo algo que tú también debes grabar e la memoria para siempre: “Donde existe la amistad, la justicia no es necesaria”.
Dicho esto, justamente, el reloj aquél admitió una campanada, invirtió su posición, y las arenillas aquellas, que eran incontables, fueron puestas de nuevo donde debía comenzarse. El viejo y sus discípulos, y todo aquel huerto hermoso, desapareció como por encanto, y un mar proceloso se situó ante los ojos de los viajantes, esperando que entraran en él.
EL CAMINO DE LA LEALTAD
Entraron, y se situaron en la orilla, mientras una gran embarcación se acercaba a todo viento, moviendo sus velas y ayudándose con los remos de muchos brazos. Cuando hubo arribado, bajó de ella un hombre hermoso, joven y elegante, con su espada al cinto y una brillante corona de oro puro ceñida a sus cienes. El príncipe se sorprendió ante tan bella presencia, escondió sus ojos volviéndolos hacia la arena, pero de reojo observó a aquel personaje no sin admirarse. Caminó el hombre pausadamente y se acercó a él, tendiendo su mano para que se levantara.
- Príncipe sabio y prudente, admiro tu sencillez y tu templanza, y ello me agrada porque será de ayuda para que entiendas una virtud que traigo y que debo entregarte. Esa virtud es la que más me agrada, pues ha sabido acompañarme en todos mis peligros, que pocos no han sido. Toma de nuevo asiento, ya que he sentido tu mano, y deja que quienes te acompañan hagan lo mismo. Tantas cargas de esos frutos que llamas calabazas no he visto en mis largos recorridos; mucho valor y mucho sentimiento habrán de tener para ti.
Tomó asiento el príncipe, y con él toda su caravana, y observó al hombre aquel que se dispuso a hablarle de aquella virtud que quería entregarle. El mar bramaba bravamente, y el oleaje chocaba con violencia contra los farallones, que resistían con paciencia y por siempre los ataques.
- Yo he sufrido mucho y he luchado mucho, con un solo objetivo, que no siempre ha sido comprendido. Más bien me han confundido. De mi se han dicho tantas cosas y me han endilgado tantos epítetos. Han dicho que soy el de los tantos trucos, talante, muy sufridor, muy astuto, de los muchos recursos, taimado, redomado aventurero, guerrero épico, habilísimo narrador, fabuloso, de inteligencia práctica y fría, hábil para afrontar los trances difíciles, de facilidad de palabra, paciente, señero, sabio, hábil para la trampa, el engaño y el disfraz, redomado mentiroso, audaz. No niego que haya podido ser todo eso, aunque de la misma manera podría dudar en algunos casos. Pero todo ha sido porque hube de mantenerme fiel y leal al amor.
Era brillante el hombre aquel cuando así se expresaba. Y como era hermoso, el ambiente brillaba ante aquel espectáculo que el mar provocaba cuando se lanzaba sobre las rocas, con inmensa furia y un enorme ruido. Prosiguió:
- De todo lo anterior, aunque mucho de ello me agrada y me haría feliz si así fuera, prefiero una sola cosa, la lealtad. Ser hábil narrador, poseer muchos trucos, ser astuto, y todo lo demás, me proporciona enormes ventajas; en cambio, la lealtad no sólo no me las da, sino que me dificulta el camino. Por ella estuve preso de la diosa Calipso, que me entretuvo para evitar mi regreso; por eso, Poseidón, el dios del mar, me negó su protección, a pesar de que bien él sabía que en mi regreso tendría que luchar contra el mar; sufrí el ansia de pensar que quien era todo mi amor era asediada por tantos pretendientes aprovechándose de mi ausencia; ciertamente, me protege Atenea, pero ya sabes tú como los dioses se encuentran y pelean entre ellos; en la isla de los feacios hube de luchar contra el acoso de la princesa y el poder de su padre, que me detuvo utilizando la treta de su deseo por conocer la historia de una guerra en la que estuve y hube de contarle; vencí las tormentas y el ataque de los lotófagos; perdí tantos de mis hombres devorados por los cíclopes, sufrí el poder de los vientos en la isla de Eolo; estuve a punto de convertirme en cerdo, como sucedió a mis acompañantes, teniendo que hacerle el amor a Circe para gozar de su protección y así vencer a la hechicera; las sirenas quisieron engañarme con su canto, pero pude superarlo, aunque sufrí la pérdida de mis hombres a causa de sus encantos; vencí la oferta mala del dios Helios, evitando hartarme de sus vacas hasta morir.
El hombre aquel, de recio talante y particular impronta, a veces entornaba sus azules ojos, como rememorando tanto desafío y admirándose de como pudo haberlos superado. Tantas hazañas no eran usuales. El príncipe, acostumbrado como ya estaba de escuchar y ver sorpresas, se mantenía quieto y fija su atención ante lo que ahora le era relatado.
- Aun habiendo arribado a mi destino, debí disfrazar mi urgencia para comprobar que era correspondido en mi lealtad. Vi tantas mantas hiladas y deshiladas, y hube de luchar y vencer a mis contrincantes, que pretendían aprovecharse de mi ausencia para lograr lo que no les pertenecía. Hice de mendigo, y los dioses premiaban mi odisea. Atenea me saludaba desde sus alturas, sonriendo de haber ella también vencido a sus dioses enemigos.
El príncipe recibió entonces del hermoso mancebo, la virtud de la lealtad. Celebraron todos los de la caravana tanta bondad recibida, y el hombre aquel volvió sobre sus pasos, entró al mar, se confundió entre las olas, subió a su barca, ordenó a sus hombres la partida, y de nuevo desafió al mar. Neptuno le observaba disimuladamente escondido entre las aguas.
EL CAMINO DE LA CONSTANCIA
- Ahora príncipe, hemos de ir a un hermoso país, lejos, lejos, y casi ignorado, en donde habitan unos hombres en plena comunión con la naturaleza. Viven en una hermosa selva, en la que el trópico se ha desbocado con sus riquezas. Es este un país verde, saturado de frescor y de pureza. En este momento en que te trasladas hacia él, no hay hombres sobre la tierra, esos seres no han aparecido en él todavía. Y de que estos aparezcan se trata este episodio, que intentará mostrarte una virtud muy poco conocida y muy poco practicada. Esta es la constancia. Haz el viaje, pues, y acomódate para que pueda mostrarte lo que a mí me toca.
Así hablaba una voz que parecía venir de lo más profundo del mundo, como las ondas aquellas del primer momento que ahora se escuchan, a las que llaman “radiación de fondo”. No se veía quien la emitía, ni de dónde venía, ni cómo. El príncipe obedeció, pues ya sabía que todo estaba programado en el libro aquel del destino en el que ahora le tocaba a él participar. Se acomodó al llegar, entre el verde de los árboles y el fresco del norte soplando sobre su cabeza. Hizo lo mismo su comitiva, resguardando bien la carga de calabazas que llevaban, no se sabe aún con qué fin.
- Los dioses creadores y formadores, que fueron los primeros seres en existir, llegaron desde muy antiguo cuando todo estaba en suspenso, en calma, en silencio, inmóvil y vacía la extensión del cielo. No había hombres, ni animales, ni piedras, ni cuevas, ni barrancas,….. Todo estaba inmóvil y en silencio, y todo era oscuro. Así llegaron, pues, y se acomodaron sobre el agua rodeándose de claridad. Eran dos, y cuando vieron aquello, se preocuparon mucho y se dispusieron a obrar. Decidieron hacer nacer la vida, comenzando con las montañas y los valles; luego hicieron los animales pequeños, los genios de las montañas, los guardianes de los bosques, y todo había transcurrido sin dificultades. Los dioses aquellos estaban muy contentos con su creación. Pero rápidamente fueron dándose cuenta que todo lo que habían creado no disponía del bien de la palabra, de tal forma que no tenían ellos a quien hablar ni nada que escuchar; y aún más, aquel mundo, que era su obra, no podía adorarlos. Tal cosa les desagradó, y hablando entre ellos decidieron crear al hombre. Pero se dieron cuenta que solos no podían enfrentar tan grade desafío, por lo que recurrieron a la ayuda de otro dios oculto, pidiéndole que, bajo su dirección, crearan a este nuevo ser.
En eso estaban cuando la voz enronqueció repentinamente, y un fuerte huracán se desató dentro de una tumultuosa tormenta. Comenzó así un diálogo entre los dos dioses creadores y este dios oculto.
- Dios de los vientos y de las tempestades, la primera creación está hecha; pero es el caso que lo creado no dispone del bien de la palabra ni de la adoración, así que no podemos hablarles ni ellos contestarnos, y deseando que nos adoren, como es lo natural, ellos no comprenden lo que eso significa. Necesitamos tu ayuda para que, bajo nuestra dirección, podamos crear un nuevo ser que sea capaz de hablar y de adorar. Si esto lo logramos, habremos de sentirnos satisfechos, y tú con nosotros, de nuestra creación.
- Primero, oh dioses de lo bueno y de lo malo, debéis tener paciencia, porque, aunque creo que puedo hacerlo, la misión no tendrá otro carácter que el ser dificultosa. Si así lo hacéis, estoy ya dispuesto a seguir vuestras indicaciones y comenzar la obra.
- La habremos de tener, porque somos dioses y todo lo sabemos, y sabemos que así ha de ser. Comienza, entonces, toma un pedazo de barro húmedo y forma con él las carnes del nuevo ser. Moldéalo con cuidado, poco a poco, y no olvides detalle.
Así lo hizo el dios de las tormentas y de las tempestades, cosa que le llevó cincuenta eras con sus días y con sus noches. Pero el ser aquel de barro, aunque tenía el don de la palabra y su voz era armoniosa, no tenía conciencia ni sabía que debía adorar a quienes lo habían creado. Eran solo un montón de barro negro, con un pescuezo recto y largo, la boca desdentada y ciegos los ojos. Además, no podían ponerse en pie porque se desmoronaban, deshaciéndose en el agua. Los dioses decidieron dejarlos vivir así mientras pensaban en una nueva forma de sustituirlos, porque habían sido creados de forma imperfecta. Y así fue.
De repente, pasadas nueve eras, que no fueron contadas porque preocupados como estaban se olvidaron del tiempo, la luz de un relámpago iluminó la conciencia de la nueva creación.
- Prueba ahora con la más fuerte de las maderas que existan sobre la tierra, – dijeron al dios de las tormentas –, para que puedan caminar con rectitud y firmeza.
Y así fue. Los nuevos seres estos parecían estatuas, se juntaron, anduvieron en grupos, y procrearon hijos. Podían ciertamente hablar, pero lo hacían sin razón y en desorden. Y más aún, no tenían corazón, eran sordos de sentimientos, caminaban por la selva como seres abandonados, desorientados, sin norte ni destino. Y fue apareciendo entre ellos el signo de la fatalidad.
- No son estos aún, – dijeron los dioses, ya un poco cansados y un tanto desanimados. Pero persistieron en su obra sin mostrar su desánimo. – Deben ser seres inteligentes, de carne y hueso. Prueba de nuevo – indicaron al dios de las tormentas y de las tempestades –, pero ahora hazlo con paso apurado porque estos seres deben vivir ya cuando aparezca el nuevo sol.
En los campos aquellos habían florecido unas plantas que tenían en sus copetes unas flores amarillas. El dios de las tormentas y de las tempestades tomó agua de los ríos y de los lagos y la puso dentro de aquellas plantas, con lo cual fueron creciendo en ellas muchos y muchos granos dulces y tibios. Tomó tantos y tantos granos como incontables en número, y fue moldeando con ellos las carnes y los huesos de un nuevo ser, les confirió movimiento, pensamiento, habla y sentimiento, cosa que les hizo adquirir conciencia y tener espíritu. Y así conocieron lo que había bajo el cielo, y también tras este, les llamaron dioses y les adoraron. Primero fueron cuatro, pero luego se hicieron incontables.
Habían transcurrido otras cinco eras, con sus soles, sus noches y sus días. Fue larga la labor, difícil y agotadora. Pero los dioses aquellos fueron constantes, como aquel Mucio Escévola de otros campos, y la perseverancia supo premiarlos al dejar que consumaran su obra de buena manera.
- Es cierto, príncipe, que esta virtud que ahora debo entregarte es difícil de encontrar, pues a muchos les cuesta concretarla y prefieren la pereza, que es un vicio muy peligroso. Gracias a la constancia, como ya has visto, fuimos creados tú y yo, aunque tú habitas en la tierra y yo sólo puedo hablar desde las lejanas estepas del firmamento. Mis ondas provienen de una época lejana, que otros sabios como tú dicen que se encuentra a quince mil millones de tu tiempo. Pero soy real, tan real que ya te he entregado lo que debía entregarte, con lo cual deja que descanse un poco, que cansado sí suelo estar frecuentemente.
Desapareció la voz aquella, repentinamente. La selva se coloreó con todos los colores del espectro electromagnético, el viento agitó las ramas de los árboles con furor inusitado, y el príncipe, con su caravana y su carga de calabazas, desapareció como por milagro.
EL CAMINO DE LA LIBERTAD
El príncipe, después de este largo camino, ya por terminar, se veía ahora más feliz. Su talante era el talante de lo virtuoso, de lo pausado, de la calma y del conocimiento. ¡Tanto había aprendido durante su largo recorrido, que ahora las veleidades y las suntuosidades de aquel reino donde había nacido y del cual era dueño, apenas se percibían, desdibujadas ante tanta sabiduría, ante tanta prudencia, ante tanta sencillez! Ahora se había forjado un carácter admirable y digno. Leal a su cometido, lo iba cumpliendo con la mayor constancia, con una templanza digna de admirar. Había comprendido que ese viaje, que había emprendido después de escuchar aquel cuento que su preceptor le contara le había impuesto el deseo de conocer aquel rincón de los ocho caminos, cuyo único requisito era que fueran estos recorridos, sin saltos ni sobresaltos y superando todos los obstáculos, hasta llegar a las doce puertas, tras lo cual se escondía aquello que deseaba conocer. Así estaba escrito en el libro del destino. Ahora, pues, ya casi despojado de todo matiz de soberbia y orgullo, era otra persona, aunque siempre joven y bello. Los miembros de su caravana, extrañados y a la vez admirados, notaban el cambio y se sentían satisfechos con ello, aunque no conocían el final de tan grande aventura.
- Esta virtud que ahora conocerás, – le decía aquella voz que parecía venir desde lo más remoto del mundo -, aunque pocos sabios la consideran una virtud y los más un simple anhelo, un deseo, una necesidad, a la vez es, sin embargo, una de las más importantes, pues que sin ella no hay posible felicidad para ningún ser humano. Es una aspiración, ciertamente, pero una vez alcanzada se convierte en una virtud, consagrada en el más grande de los olimpos de la felicidad y el bienestar. Todos la buscan, todos la anhelan, y cuando no la tienen, sufren y se lamentan de tal condición. Déjamela hacértela conocer mediante el cuento de algo que sucedió en un reino del mundo humano y animal, pero que bien se acopla al reino de los hombres. Sólo tienes que cerrar los ojos, esconder un poco el rostro y seguir atento al relato. Igual cosa deberán hacer todos los miembros de tu caravana. No te preocupes, que tan grande carga de calabazas permanecerá protegida por muchas hadas.
Así lo hizo el príncipe, y de igual manera sus acompañantes. Apareció entonces, flotando en el aire, un viejo monje, que tenía un aura de sabio, viejo y sabio monje, sentado a la entrada de una inmensa catedral de sal que había tardado muchos y muchos siglos de ser construida, con mucho sufrimiento y dolor. A lo lejos se escuchaban los murmullos de las olas de aquellos mares mediterráneos. Y así dijo:
- Un día sucedió que un rey, que era un león, estaba tratando el ordenamiento de su corte. Todo ese día, hasta muy entrada la noche, el rey y sus funcionarios trabajaron tanto que se olvidaron de comer y de beber. Tuvieron hambre y sed, y entonces encargó al lobo y a la zorra que buscaran comida, respondiendo estos que ya era tan tarde que sería difícil encontrar la comida que necesitaban. Pero en aquel paraje había un chivito, hijo del buey, y un pollino, hijo del caballo, de los cuales pensaron que podían comer abundantemente. El rey león hizo venir al chivito y al pollino, y se los comieron. Tanto fue el pesar del buey y del caballo por la muerte de sus hijos, que juntos se acercaron al hombre para servirle en vez de servir al rey león, pidiéndole que les vengara del dolor por la muerte de sus hijos. Desde entonces, el buey y el caballo quedaron destinados a servir al hombre, y así, el hombre cabalga el caballo y el buey ara sus campos.
Se puso en pie el hombre aquel, viejo y sabio dio unos pasos por la escalinata, e irguiéndose orgullosamente, continuó:
- Otro día se encontraron el buey y el caballo, y contaron cada quien su situación. El caballo habló de lo mucho que trabajaba para servir a su señor, quien todo el día lo montaba, lo hacía correr de arriba abajo, y que él deseaba volver al dominio del león, pero siendo que este comía carne, ello le obligaba a mantenerse bajo el yugo del hombre, que por más que lo explotaba, no comía, sin embargo, carne de caballo. Terminó así de hablar el caballo, con lo que el buey hizo entonces su discurso. Dijo el buey al caballo que siempre estaba en gran tensión, que todo el día araba, y que de la tierra que él araba no le daba su señor para comer, con lo que se alimentaba de las hierbas remanentes que dejaban las cabras y las ovejas.
Continuó así el monje:
- Así se encontraban el buey y el caballo contándose mutuamente sus tribulaciones bajo el dominio del hombre. Mientras eso hacían, se acercó, enviados por su señor, un carnicero, para examinar al buey y ver si estaba gordo, El buey le dijo al caballo que su señor lo deseaba vender para que otros hombres se lo comieran, a lo que el caballo respondió diciendo que mal paga el hombre a quien bien le sirve. Largamente lloraron el buey y el caballo, aconsejando entonces este a aquel que se fugaran y que tornaran a su tierra, pues más valía estar en peligro de muerte y en tensión, pero siendo libres, que seguir viviendo bajo la opresión. Y así lo hicieron. A partir de aquel momento, el caballo y el buey prefieren el campo salvaje y agreste, pero libre, al dominio y la esclavitud de la comodidad.
Como siguiera un largo silencio, abrió los ojos el príncipe, y con él toda su comitiva, y volviendo sus rostros hacia el atrio inmenso con su gran escalinata, pudieron ver que el monje aquel, viejo y sabio, había desaparecido, junto a la inmensa catedral de sal, y ya no se escuchó más el rumoroso sonido del vaivén de las olas del mar de las tierras medias.
- Así, pues, como puedes ver, la libertad es un bien tan preciado, que más vale vivir huyendo y en peligro constante, pero ser libres, que no tranquilos y seguros pero esclavos, y que mejor sabe el sabor amargo de la acelga cuando se come en paz y tranquilidad, que el mejor de los manjares bajo el yugo y la montura.
EL CAMINO DE LA ARMONÍA
Así pasó todo en este largo camino en la búsqueda del rincón de los ocho caminos, con sus doce puertas viendo hacia los cuatro puntos cardinales. Había sido un esfuerzo agotador, pero al final, satisfactorio. Estaban, al fin, en el comienzo del último de los caminos, y la ansiedad reinaba en todos los corazones de la comitiva, de aquel afortunado príncipe y de sus acompañantes, que, al fin de cuentas, se habían imbuido ellos también del periplo en el que ahora se encontraban.
La comitiva se vio transportada al centro de una gran plaza, de una enorme plaza, toda blanca y fulgurante, en medio de un día esplendoroso. La plaza aquella, abierta por tres de sus lados, guardaba sigilosa y atenta a una enorme pagoda, de dimensiones inimaginables, con sus picos y sus alas extendidas por todos lados, luciendo sus colores y sus brillos. El lugar era impresionante, y externaba una quietud y una paz interior que nunca aquellos visitantes habían experimentado antes.
Al final de una larga escalinata que daba acceso al monumental edificio, un rubicundo hombre, con una larga barba cayendo sobre su garganta, sentado semejando un Ser eterno, miró a los visitantes con ojos tiernos y sedosos, mesó su larga barba, y habló, con un dejo de bondad y sapiencia propia de aquellos hombres de tan lejanas civilizaciones, en las cuales se dice fueron incubadas las primeras culturas. Habló así:
- Dulces son las mieses cuando se llega al final del camino, luego de un recorrido que hubiera desanimado al más osado. Por ello, os recibo complacido, y estoy listo para daros la más grande de las virtudes, la madre de todas las virtudes, la que guarda y da vida a todas las demás, y la que al final proporciona la paz del alma y el regocijo del espíritu. Y lo hago, príncipe, porque sé que estáis listo para recibirla y precisa que la lleves dentro de ti con el mayor de los respetos. En esta virtud que os estoy dando desde ya, se guardan todas las otras que habéis recibido en perfecta armonía, porque precisamente eso es, es la armonía.
En la plaza aquella parecían vibrar todos los misterios y todas las historias del mundo. Seres extraños e ignotos flotaban en el aire en deliciosa cadencia, despertando rumores musicales. El príncipe era ya una recia persona, listo para transformarse en otro ser más elevado. Sus acompañantes mostraban abiertamente la mayor de las satisfacciones posibles al verlo transformado ahora en un rey. La comitiva escuchaba a aquel sabio legendario que en lo alto de la cúspide del templo aquel hablaba de tal manera.
- El cuerpo tiene sus atributos y actúa a su manera; el alma también los tiene, y también guarda su forma de actuar. A veces, los deseos del uno confrontan con los mandatos de la otra, y entonces surgen las contradicciones. Cuando eso sucede, los seres sufren, debilitan sus saberes, se ensoberbecen en sus acciones, se muestran imprudentes, y muchas veces se traicionan a sí mismos presas de lo concupiscente, de lo temporal y de lo perentorio. Allí es donde debe entrar la armonía, para poner a tono las notas musicales del organismo y hacer que de tal forma muestren su belleza. En la armonía, cada virtud guarda su patio, cada virtud tiene su momento, cada virtud actúa cuando corresponde. Cuando habla la sabiduría, lo hace acompañándose de la prudencia, de la sencillez, de la templanza, de la lealtad, de la cordura, y lo hace libremente y con constancia, de tal forma que la melodía es una, es música y no estridencia.
Resonaron en la plaza notas de campanas, haciendo vibrar el aire con suaves ondulaciones. El viejo aquel, que parecía asceta, sonreía deliciosamente, moviendo su barba sobre la suave panza, con los pies entrecruzados y en cuclillas. Era magnífico su aspecto, y tan suave su presencia que parecía eterno.
- Ya, pues, príncipe, que has llegado hasta esta plaza desde muy lejanos reinos, quedas listo. Eres poseedor de todas las virtudes necesarias para que te transformes y te hagas inmortal. Debes, sin embargo, recordar que esta virtud que ahora adquieres, la armonía, suma a todas las otras. Si la tienes, las tienes todas, y si la pierdes, las pierdes todas. Debes entonces rechazar los impulsos del cuerpo cuando no los dicta la ley del alma, y sólo entonces, todo tu ser sabrá vibrar al unísono, en una sola nota, aunque las cuerdas sean muchas y muchos los instrumentos.
El viejo calló. Se hizo el silencio en la enorme plaza. El templo majestuoso cerró sus ventanas, y un enorme remolino, llegando de todos los lados posibles, invadió el regio aposento, nublándolo todo.
De ese remolino hablaremos pronto, joven príncipe.
LAS DOCE PUERTAS
Aquel inmenso remolino envolvió por completo a la caravana, y viajando casi a la velocidad de la luz, en cosa del tiempo de Planck la transportó hasta un enorme agujero negro situado en la galaxia M87, a más de cuatrocientos millones de megaparsec. Llegando a su horizonte de sucesos, fue tragada irremediablemente y transportada desde el cono de luz de su pasado hasta el cono de luz de su futuro. Ya en este, se encontraron mágicamente en otro universo, un enorme universo de gusano de dimensiones infinitas, y en el cual se habían superado todas las singularidades que en el momento habían sido encontradas, con lo que el tiempo y el espacio no existían, y las masas eran infinitamente minúsculas.
El universo este estaba flanqueado por las doce puertas. Era ahora, sí, el preciado y anhelado rincón de los ocho caminos. Allí les esperaban, y a medida que fueron depositados en tan fantástico lugar, fueron encontrándose con aquellos con quienes precisamente habían viajado, cada uno en su propio camino. Salomón era el rey sabio, y Aristóteles el filósofo de la prudencia; Diógenes la sencillez, y el extraño Epicuro el exponente de la templanza; Ulises, el de los mil trucos, el ejemplo de la lealtad; Tepeu y Gutumatz y su maíz revelado, la constancia; el monje filósofo del mar, Ramón Llull, era la libertad, y finalmente, Kun-Fu-Tzé, el gran maestro de la armonía. Los ocho dueños de las virtudes se sintieron inmensamente agradados, se preciaron del resultado de su labor, y abrazaron fraternalmente el ingreso de tan regia caravana al rincón, abriéndose simultáneamente las doce puertas, ante lo cual, traspasado el ámbito de lo mundano, y ya adentro del mundo de la fantasía, el príncipe y la comitiva fueron convertidos en elementales y vivieron eternamente.
En el rincón de los ocho caminos, la tierra, el aire, el agua y el fuego tomaron forma corporal un día, antes de la infinitud y de la eternidad, y antes también de la extensión y de la duración, de gnogmos, de ninfas, de sílfides y de salamandras. Sus formadores etéreos, Neptuno y Lunara, Elios y Vestales, Thor y Aries, y Pelleur y Virgo, decidieron hacer corpóreas sus formas divinas, y así lo hicieron, materializando su historia, para lo cual fueron derramando ondinas y nereidas, salamandras y salamandrinas, sílfides y silcos, gnomos y gnominas. Estos se dedicaron a jugar desenfrenadamente, inicialmente asombrados y asustados por la belleza y los placeres que les ofrecía la naturaleza; y lo hicieron sin control, sin recato, sin prever el futuro, hasta que fueron acercándose en los juegos, y sintieron los hálitos de los unos y de los otros, y se agradaron, y se palparon, y entonces se mezclaron materialmente, confundiéndose así entre ellos sin que fuera posible ya distinguirlos. Desaparecieron los ojos en los unos, las orejas en los otros, y las colas, las garras….. Y todos fueron uno y entonces igual se mezclaron los elementos, la tierra, el aire, el agua y el fuego, y de allí surgió ese pueblo inextenso, eterno y por lo tanto infinito, en el que ahora se encuentra el príncipe y sus servidores.
Sé que te interrogan por la carga de calabazas y sus carretas. Pues bien, joven enjundioso, cuando los habitantes de tan fantástico mundo vieron las enormes carretas cargadas con tan dulces frutos, no ocultaron su alegría, pues lo único que faltaba en ese mundo eran precisamente ellas. Tomándolas raudas y precisas, las regaron por todos los ámbitos y los rincones para que se reprodujeran y nunca más volvieran a faltar, pues vendrían otras búsquedas. Sin embargo, a algunas les estaba destinada otra misión: Una fuerza interior las tomó por sus lianas, y emitiendo un soplido fenomenal, formó un enorme coche alado, cuya larga cola era precisamente aquel enorme entramado de frutos, y cada fruto, un carruaje. Se dirigió al cielo, formando una fila fenomenal, que alcanzaba al centro del rincón por un lado y al centro del universo por el otro, y en un instante-luz, los ocho genios de las virtudes se fueron trasladando cada quién en su carruaje, y cada quien a su respectiva estrella.
El genio bueno que había fraguado todo esto, y que vivía tanto en el aire como en el fuego, tanto en la tierra como en el agua, se sentó, terminada la obra, descansó largamente, y se dispuso a la espera del próximo príncipe.
¡Y así fue!
El NIño Guayo y la Mula Vieja
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